lunes, 8 de julio de 2013

La otra mitad del Olimpo

Embelesada con tus dos Venus púdicas, me ahoga el agua que mana de sus ánforas, y al verlas llorar caí en el desengaño. Eran dos Dianas coronadas con perlas, y quise arrancarles las diademas para verlas libres.
Pero Apolo amaneció en tu cabello y lanzó estrellas a tu piel, mientras Perséfone se desmayaba en tus labios esparciendo una ardid de semillas que condenan la mitad de mis estaciones.

He visto un efebo rubio, un Apolo kassel. Un Eros, un Dorian Gray y hasta al Narciso que mora en los manantiales puros. He visto todo Lesbos arrodillarse  ante un suspiro y los labios impretéritos de Safo murmurar una oda frustrada.
Rezas por mi bautizo y mi salvación, has buscado en vano un Dios que me ilumine y no te percatas de que amaré por siempre la maldición de mi herejía ¿Porqué querría adorar una vacua deidad cuando eres todo un panteón, que da cobijo a mis ángeles  heridos y mis demonios hirientes?

*

Lo que quiero decir es, que ni con todos los sonetos de Lope o poemas de Garcilaso, las tristes melodías o las liras parlanchinas, ni con todas los frescos ni óleos o bocetos, los grandes monumentos, las pieles frías o los palacios luminosos y ni con todos los vientos y mareas o montañas escarpadas, ni desiertos sinuosos sería capaz de decirlo.

La diligencia

La conversación dejó un regusto amargo que culminó con un silencio incómodo. El traqueteo de la diligencia no hacía más que evidenciar su apatía, moviendo casi imperceptiblemente su cuerpo como al junco que se dobla y resiste el temporal. Quería y podía resistirlo.
Su acompañante por el contrario, parecía un roble. Inmóvil, impenetrable y austera,  recostada pesadamente en su asiento. Henry la miró de reojo y supo que acabaría tronchándose ante el envite del viento. Aunque todo indicara que era el joven el que se rompía.
Cada uno miró a ventanas opuestas, con expresión ausente, ignorando que tenían a una persona frente a ellos. El muchacho contemplaba, o lo fingía, el paisaje que tan lentamente se iba abriendo paso. Pensaba en muchas cosas, distintas, iguales, similares. Hilvanaba argumentos, se evadía. Pensó en todas las cosas que quería decir en esos momentos, y que nunca diría.

La mujer resopló.

La estrella que cayó: historia de Luna.

Existió un vez, en unas tierras tan lejanas como el tiempo pasado, un rey loco prendado de la claridad. Bajo su mandato, las tropas celestiales arrasaron con todo atisbo de oscuridad, de fealdad o pobreza. Lejos de ser esto una metáfora, es la más triste consecuencia de las despóticas órdenes de un hombre, que cegado por la luz del amor insalubre y obcecado canalizó su obsesión hacia el exterminio de los males y las desgracias humanas de la forma más inhumana posible. Es este pues, el relato de un hombre derrotado, y también el de una estrella caída.
Las malas lenguas dicen, que en la región portuaria de Dalashktán creció el malhadado monarca. No entre palacios ni oros, ni entre piedras de atalayas o mármoles perlados. El niño Sham creció entre el hedor del mercado y las calles llenas de orín y podredumbre, saboreando el hambre hasta la última gota y recibiendo apenas aliento de su madre que debía dosificarlo entre sus otros seis hermanos. Tuvo sin embargo, una buena estrella que no sonrió a ninguno de sus otros hermanos ni a los otros cinco que su madre parió muertos.
A penas con seis años, un mercader pagó a sus progenitores 5 monedas por él y le ofreció la oportunidad de vivir entre sedas, algodón y lino. Quizá el mercader sólo necesitaba mano de obra barata urgentemente, pero no suficiente dinero como para comprar a alguno de sus hermanos mayores.
Desde la ventana de la nueva alcoba en donde ligeramente dormía, se filtraba la luz de los astros y los lamentos de las cigarras. A temprana edad, el monarca aprendió con sólo observarla el ciclo de la Luna, y también el de la vida, la muerte y la resurrección de la belleza y la luz. Escrutaba las arrugas grises del cuerpo celeste cuando era Luna llena, y cada día jugaba a encontrar las diferencias hasta que moría. Años después conocería a través de un ajado libro la historia de la Luna y su terrible condena.

Los textos, apenas leíbles y de forma escueta narraban la leyenda de una joven hermosa, de casa noble y  difícil carácter cuya osadía le costó la eternidad. De la estirpe de las sierras nevadas, su piel porcelánica era más hermosa que el más hermoso de los marfiles tallados. La gracia de su figura sólo era comparable a la amabilidad de su rostro, orondo y suave, coronado por dos grandes ojos que vestían la piel de los lobos de las montañas.  Sólo su cabello parecía salvaje, una melena de carbón rizado que flotaba en el aire.

Sin embargo, la naturaleza había compensado su belleza con el gran defecto del orgullo egoísta, y una solitaria infancia la convirtió en una tímida joven que ocultaba sus carencias bajo el desdén y la arrogancia. En su afán por ser la más hermosa, la más alabada y famosa del reino profanó vidas,  cometió delitos y se aprovechó del trabajo de otras personas para su imagen propia. Pero fue cuando blasfemó directamente contra la diosa Taeryth, que esta,  molesta por la conducta de la joven decidió finalmente castigarla.

Y el crimen fue terrible. Luna, cuyo mayor afán era destacar entre los demás viviría por siempre en el firmamento, en una posición privilegiada desde la que todos los hombres de la Tierra podrían admirarla por siempre. Sin embargo, su rostro estaría desfigurado, y como castigo por negar y ocultar a las personas realmente responsables de los méritos que había acumulado, sólo podrían verla durante la noche y su luz sería tan solo el reflejo de un astro mayor, cuya presencia borraría por completo la suya y hasta la eclipsaría.


Desde entonces, desolada y privada de consciencia, Luna cumple su tortura en el firmamento. Su obsesión por la belleza de su rostro y el miedo a ser vista sin ella la lleva a acercarse al océano una y otra vez para mirarse en su reflejo. Cada vez que lo hace choca contra la superficie y se hiere, volviendo asustada al cielo mientras se rompe en pedazos y finalmente se oculta. Pero la voluntad de Taeryth es firme, y se ve obligada a volver a su lugar mientras la magia de la diosa la regenera. 

Sancta santorum

Su cuerpo era un templo egipcio,  un templo pagano donde habitan muchos dioses se venera a otros muchos.
Para entrar hay que sortear laberintos de hiedra y espuma, de tierras y océanos, de realidades muertas y vivos sueños. Quimeras y esfinges lo recorren desde el inicio hasta el fin de los tiempos, custodiando los espíritus errantes del limbo y la vigilia, de quienes perecieron en el intento.
Desde cualquier punto del laberinto puede verse el final del mismo, dos grandes pilonos esculpidos en amatista, cuarzo rosa, malaquita y ojo de tigre completamente grabadas con símbolos y oraciones de una lengua extraña hace mucho olvidada. Su visión constante brinda esperanza y es la desesperación absoluta de quienes nunca encuentran el camino pero ven el final.
Tras ellos se extiende una interminable galería donde se exponen las más preciadas maravillas nunca conocidas, tesoros que al cambiar de apariencia según quien los mire son capaces de tentar al más honorable de los hombres. Quienes se atreven a posar los ojos sobre ellos caen presa de la locura y del miedo, y un instinto irrefrenable los lleva a tocar y a sentir las maravillas expuestas en sus carnes.  La galería concede los deseos de quienes caen en la tentación, convirtiendo en polvo  lo que sea que los hombres tocaran.  Si esto sucediera, la galería cuenta con  hileras de infinitos soldados caballeros a ambos lados del camino, que cabizbajos y huecos no dudarán en alzar velozmente sus alabardas y atravesar al desgraciado en mil estocadas. Pero los pecadores no sufrirán, pues antes de comprender la destrucción de su tesoro habrán muerto presa de su codicia irrefrenable.
Quienes resistan las perversas trampas de la galería serán caminantes del más espeso y oscuro bosque que jamás hayan conocido.  Los árboles están dispuestos a la misma distancia unos de otros, y son tan altos que sólo las más agudas vistas lograrían intuir sus copas. El bosque está vivo, escruta el alma de los caminantes, los observa, los despedaza con el silencio y a veces con los susurros que los árboles intercambian entre ellos. No se sale del bosque a menos que el bosque lo desee, ni caminar, correr o pedir ayuda sirve, pues el veredicto del bosque es la ley.  Los árboles son sádicos, jugaran con los sentimientos de los viandantes y no se darán por satisfechos hasta que giman de desesperación, de frustración o miedo, hasta que lloren de impotencia o se vuelvan locos. Les mostraran sus mayores miedos, los harán enfurecer y los enviarán a los más profundos pozos de su consciencia, al abismo de la nada, de la inexpresión de la vida o de las hondonadas de la pesadilla. Sólo cuando los caminantes encuentren la desesperación absoluta y se liberen de ella los dejarán ir.
La recompensa es una diminuta habitación tras una puerta de madera vieja, donde apenas cabrían cinco hombres. La buena iluminación de origen desconocido permite ver las paredes de zócalos, yesería y cerámica de alguna era pasada ya entonces en decadencia. En la habitación sólo hay una vela blanca sobre un candelabro consumida por largo tiempo y nunca apagada, pero cuya llama desprende insuficiente luz para iluminar la habitación por sí sola. A sus pies un manto de cera se extiende como una nevada agria, y todo huele extrañamente a jazmín y almendras.
Con la primera exhalación del único hombre capaz de adentrarse en la habitación, la vela se apaga en una sensual danza, y la habitación queda a oscuras. En la oscuridad, el hombre siente el tacto su de cuerpo, y ella le otorga lo que más ansía el hombre, le vuelve inmortal. La felicidad le inunda, sonríe, y desaparece. Su esencia deja de sentirse en el aire del mundo, su consciencia se ahoga en el sueño y nunca más volverá a existir, porque ahora existe en todos los mundos, en todas las dimensiones y en los ríos de la conciencia colectiva de todos los seres que alguna vez existieron. Ahora son eternos, ahora son indivisibles.

Elegía a una plataforma virtual

En esta tarde de Junio angosta
donde hasta empollan las langostas
he sentido ya el correr de varios días
sin tu presencia vaga y estrecha cortesía.

Hoy más que nunca
tu ausencia es largamente sentida
y en el trascurrir de las horas
se pierden mis esperanzas y alegrías.

La necesidad me apremia, 
la curiosidad me obliga,
la inquietud se vuelve desespero
más tu silencio es firme:
no puedo resistirme.

La proximidad del averno 
me trae pensamientos horribles
mientras chrome me reitera:
Ésta página no está disponible.

jueves, 31 de enero de 2013

Entrañas de pasión

Nota: Este relato erótico se hizo con la intención de que fuera jocoso, ridículo y exageradamente cursi horrendo. Si en algún momento experimentan vergüenza ajena, es más un halago que una ofensa (yo también la siento a veces cuando lo releo, tranqui). Además puede herir sensibilidades, así que si alguien se ofende tras leer el final puede mandar sus quejas sobre la violación de su moralidad y ética de lo políticamente correcto a meimportaunpito@correocaliente.com.


Su piel se estremeció bajo el sonido de un beso. Quiso hablar, pero sólo pudo esbozar un gemido ahogado. Sintió la caricia de sus ojos que recorrieron lascivos sus curvas malhadadas contra la voluntad de su legítimo dueño y como por fuerza de gravedad.

Ella encontró su mirada, sabía que la tenía en la palma de la mano. Pero fue indulgente y se la devolvió.
Aún débilmente, los cuerpos reaccionaban. Para entonces ninguno de los dos recordaba su hogar, su pasado o su nombre siquiera. A pesar de sus heridas y entrañas rotas, aunque vivieran una época caótica de aullidos, hambruna y destrucción. Nada de eso importaba ahora, ni la sed, ni el hambre, ni el calor o los huesos entumecidos y desgastados.
Pues lo que muchos llamarían un virus insaciable había tomado posesión de sus mentes, recorrían sus venas y erizaba sus vellos. Ya nada más tenía cabida en sus mundos, ni las circunstancias, ni la existencia misma.
Sólo existía la ternura de sus pieles rozando, la gentil mano del joven que con frío tacto se deslizaba por las caderas de la muchacha.

Lentamente él exploró la cavidad de su deseo, estudió su forma, sintió sus fluidos, y los gemidos se hicieron más fuertes. Por un impulso de la gula que ardía en su interior deslizó su rostro entre las piernas de ella y probó el néctar que amablemente regalaba al mundo. Su feminidad se abrió como una flor ante el roce de sus labios primero, sus dientes y lengua y todo a la vez y se deshizo en ellos.

Él era insaciable, ella solícita y perceptiva no había tenido reparos en mostrar lo más profundo de su ser.
Aquella enfermedad del corazón que ellos mismos sufrían había destruido cientos de vidas y  llevado a la locura y a la desgracia a tantos otros, pero la humanidad se había rendido a su poder, incapaz de combatirla, de comprenderla. Quienes caían en su embrujo nunca aceptaban sus consecuencias. Lo daban todo, lo arriesgaban todo sin ser conscientes de su ensoñación, de sus padecimientos. Olvidaban la razón, los recuerdos y sólo les importaba una cosa.

Pero ellos eran diferentes. Ellos se amaban de verdad, y habían decidido pasar el resto de sus días procurándose esa felicidad. Jamás una desdicha los había unido tanto a nadie. Cuando todo estaba perdido, ellos se encontraron ¿tan egoísta era hallar la felicidad entre los escombros y las penas?

Ella era la única que conseguía levantarle algo más que el ánimo, desde hacía mucho tiempo. Era un milagro la forma en que sus cuerpos se comunicaban mutuamente. No necesitaban palabras, ellos se ocupaban de eso. Un  ligero temblor recorrió los nervios de la joven, los mechones de su vello púbico se erizaban y sus mejillas ardían. El reducto más antiguo de su mente respondió a la estimulación también y suavemente la joven adoptó la postura de lordosis indicándole a su amante que estaba más que preparada. De espaldas a él, apoyada sobre las rodillas elevó su sexo y curvó la espalda, lo miró implorante y suplicó por más. Estaban muy mojados, de amor, de sangre, fuego y besos.

Él intentaba frenarse, pero en ese instante lo abandonaron las fuerzas, liberó su virilidad reprimida y penetró en la oscura seducción de su amada que se arqueó como un ciervo ante la embestida, para recibir todo su amor.
Guiados por los más primitivos instintos, ambos saborearon una parte del otro mientras los azotes continuaban. Él había perdido parte de una pierna en un tiroteo, cuando lo único que  deseaba era algo que llevarse a la boca.
Esa y otras tantas pérdidas hacían que mermasen sus capacidades físicas, pero no su ímpetu ni sus ansias. Ella le comprendía. También tiempo atrás había perdido muchas cosas, cosas importantes que ya no formaban parte de sí misma.

Pero un día olvidaron sus desdichas y se entregaron el uno al otro, ya no estaban incompletos, pues sus huesos y tejidos encajaban el uno con el otro como piezas de un puzzle. Él sintió en su miembro la calidez de sus entrañas y con cada embestida se adentraba más en los abismos de la lujuria, a dónde ella le guiaba mientras se deleitaba con las sensaciones que inundaban todo su vientre.
Cada bocanada de aire y mirada nublada alejaba de ellos la sensación de que aquella catástrofe, fuera cual fuera, les estaba pudriendo por dentro, y el dolor, la necesidad y el hambre  desaparecían poco a poco.
Sus sexos casi se consumían de lascivia bajo la fricción, el corazón de ella, aparentemente roto por las tragedias, estaba desbocado.

La intensidad del placer aumentaba sin retorno, y la muchacha se sentía a punto de explotar. Las sensaciones eran tan insoportables que su cuerpo no aguantó por más tiempo y se dejó ir entre unos fuertes temblores que esparcieron sus fluidos y la hicieron sentir que se partía en mil pedazos.
No mucho después, él replicaría a su amante, experimentaría un clímax y y se volcaría en ella, colmándola de deseo, alcanzando lugares de su cuerpo que nadie antes había tocado, recorriendo las cavidades de su interior, llenándola de amor.

Sabían que no volverían a pasar hambre, se alimentarían mutuamente y para siempre. Ya no necesitaban cerebros, ni pulmones, ni estómagos mientras sus corazones siguieran latiendo al mismo ritmo. Podían amarse eternamente, hasta que se convirtieran en polvo, mientras el mundo caía a su alrededor, consumido por la hambruna y la podredumbre.
Sólo a veces, un instinto aún más primitivo se abría paso en sus maltrechos nervios,  normalmente cuando llegaban al clímax. Cómo pretendiendo recordarles el sentido común otras necesidades placenteras, a alguno de los dos se le escapaba, entre gruñidos y dificultades:

-          ¡Ce...cereee…brooogh!- >sigh<.