martes, 18 de agosto de 2009

Run

Se despidió por última vez, se giró y echó a andar calle arriba por la cuesta. Sin mirar atrás, absorta en su enclaustramiento. Ella nunca miraba atrás. No hasta la mitad de la calle, donde estaba segura de que él no se daría cuenta de nada. Cuando llegó a la mitad se giró, como siempre. Y lo vió correr. Él siempre corría. Claro, que él no corría inmediatamente después de despedirse. R no lo sabía puesto que no miraba atrás para verlo cruzar la calle, pero suponía que lo hacía un ritmo más o menos normal, y que empezaba a correr suavemente después de haberla cruzado. Pero para cuando R volvía la vista atrás, ya estaba científicamente corriendo. ¿Por qué, tenía prisa por llegar a su casa? ¿Por el calor? ¿Por el frío? ¿Por no cenar caliente? ¿O simplemente ajustar su tiempo? Fuera lo que fuera, a R le parecían excusas insuficientes, superfluas para echarse a correr. Pero seguramente el motivo por el cuál él corría, era uno de éstos. Algo más complejo no tendría sentido en él. Pero en R sí.
Por eso aquélla vez, R salió corriendo en cuanto comprobó que él hacía lo mismo. La calle no era muy larga, pero sí empinada. El corazón se le aceleró con la anormal brusquedad a la que sin embargo R estaba acostumbrada, y sintió la respiración que se alteraba en busca de más aire, traducido en forma de jadeos. Iba tan rápido como su alma se lo pedía. Durante ese momento sintió que era uno de esos en los que necesitabas un insignificante exceso. Llegó al final de la calle, cesó de correr suavemente y se giró hacia atrás en el acto de nuevo. Justo cuando lo hizo atisbó una casi imperceptible silueta diminuta que desapareció de su vista a las pocas milésimas de segundo. Él ya se había ido.
Contempló la calle por la que la figura había desaparecido, jadeando, con el pulso en sus oídos. Sintió desde dentro que sus ojos le iluminaban y enternecían arropados por las luces de las farolas que parecían cómicas caras, al tiempo que una sonrisa de felicidad, de esas que te hacen creer en la magia se expresaba en su rostro triunfante.
Se quedó mirando a la calle una última vez durante unos segundos, expectante, antes de volverle la espalda de nuevo y seguir con su camino. Supo mientras lo hacía que había ganado. Sí, por una vez, R había ganado algo ante dios. “Creíste que solo corriendo serías lo suficientemente fuerte como para separarte de mi. Por eso, por que no lo quiero así, corrí igual que tu. Para que dios viese que incluso al separarnos seguiríamos enlazados ante el destino.” Fue lo último que pensó antes de entrar en su casa. Dentro de unos años R apenas lo recordaría, o lo haría sin pensar demasiado en ello. Pero en aquella calle, las huellas de una desafiante corredora quedarían grabadas para siempre en una asfalto de ilusiones.

Los devoradores de almas.

De un local indefinido surgía una canción lenta, protagonizada por la voz de una mujer joven que sonaba cansada. Según quien la escuchara, la melodía podía transmitir tristeza, calma o incluso sensualidad.

Para H, quien se vió a sí mismo en una situción similiar, la canción evocaba las deprimentes circunstancias de alguien que sobrevive a la noche, la miseria y la frialdad de una ciudad que ni duerme ni conoce los límites. En solitario, sorteando seres abandonados por un dios desconocido que buscan la suerte en el fondo de una botella, en un dragón de colores o en fantasías de un placer que nunca les será placentero. H vió a través de esa melodía estar caminando entre un campo de pasto humano, que imploraba por un devorador de almas que los arrancara de raíz.

En ese momento, H deseó con cada célula de su ser encontrarse en las antípodas de aquel lugar y ver por la televisión como ardía hasta los cimientos. Deseó otro lugar que no le diera la espalda a los sentimientos, donde pudiera cerrar los ojos y verse a sí mismo. Sabía que ese lugar solo estaba entre sus brazos. A miles de km de allí, donde sólo pudiera escuchar su respiración. En el paraíso.