Su piel se estremeció bajo el sonido de un beso. Quiso
hablar, pero sólo pudo esbozar un gemido ahogado. Sintió la caricia de sus ojos
que recorrieron lascivos sus curvas malhadadas contra la voluntad de su
legítimo dueño y como por fuerza de gravedad.
Ella encontró su mirada, sabía que la tenía en la palma de
la mano. Pero fue indulgente y se la devolvió.
Aún débilmente, los cuerpos reaccionaban. Para entonces
ninguno de los dos recordaba su hogar, su pasado o su nombre siquiera. A pesar
de sus heridas y entrañas rotas, aunque vivieran una época caótica de aullidos,
hambruna y destrucción. Nada de eso importaba ahora, ni la sed, ni el hambre,
ni el calor o los huesos entumecidos y desgastados.
Pues lo que muchos llamarían un virus insaciable había
tomado posesión de sus mentes, recorrían sus venas y erizaba sus vellos. Ya
nada más tenía cabida en sus mundos, ni las circunstancias, ni la existencia
misma.
Sólo existía la ternura de sus pieles rozando, la gentil
mano del joven que con frío tacto se deslizaba por las caderas de la muchacha.
Lentamente él exploró la cavidad de su deseo, estudió su
forma, sintió sus fluidos, y los gemidos se hicieron más fuertes. Por un
impulso de la gula que ardía en su interior deslizó su rostro entre las piernas
de ella y probó el néctar que amablemente regalaba al mundo. Su feminidad se
abrió como una flor ante el roce de sus labios primero, sus dientes y lengua y
todo a la vez y se deshizo en ellos.
Él era insaciable, ella solícita y perceptiva no había
tenido reparos en mostrar lo más profundo de su ser.
Aquella enfermedad del corazón que ellos mismos sufrían
había destruido cientos de vidas y
llevado a la locura y a la desgracia a tantos otros, pero la humanidad
se había rendido a su poder, incapaz de combatirla, de comprenderla. Quienes
caían en su embrujo nunca aceptaban sus consecuencias. Lo daban todo, lo
arriesgaban todo sin ser conscientes de su ensoñación, de sus padecimientos.
Olvidaban la razón, los recuerdos y sólo les importaba una cosa.
Pero ellos eran diferentes. Ellos se amaban de verdad, y
habían decidido pasar el resto de sus días procurándose esa felicidad. Jamás
una desdicha los había unido tanto a nadie. Cuando todo estaba perdido, ellos
se encontraron ¿tan egoísta era hallar la felicidad entre los escombros y las
penas?
Ella era la única que conseguía levantarle algo más que el
ánimo, desde hacía mucho tiempo. Era un milagro la forma en que sus cuerpos se
comunicaban mutuamente. No necesitaban palabras, ellos se ocupaban de eso.
Un ligero temblor recorrió los nervios
de la joven, los mechones de su vello púbico se erizaban y sus mejillas ardían.
El reducto más antiguo de su mente respondió a la estimulación también y
suavemente la joven adoptó la postura de lordosis indicándole a su amante que
estaba más que preparada. De espaldas a él, apoyada sobre las rodillas elevó su
sexo y curvó la espalda, lo miró implorante y suplicó por más. Estaban muy
mojados, de amor, de sangre, fuego y besos.
Él intentaba frenarse, pero en ese instante lo abandonaron
las fuerzas, liberó su virilidad reprimida y penetró en la oscura seducción de
su amada que se arqueó como un ciervo ante la embestida, para recibir todo su
amor.
Guiados por los más primitivos instintos, ambos saborearon
una parte del otro mientras los azotes continuaban. Él había perdido parte de
una pierna en un tiroteo, cuando lo único que
deseaba era algo que llevarse a la boca.
Esa y otras tantas pérdidas hacían que mermasen sus
capacidades físicas, pero no su ímpetu ni sus ansias. Ella le comprendía.
También tiempo atrás había perdido muchas cosas, cosas importantes que ya no
formaban parte de sí misma.
Pero un día olvidaron sus desdichas y se entregaron el uno
al otro, ya no estaban incompletos, pues sus huesos y tejidos encajaban el uno
con el otro como piezas de un puzzle. Él sintió en su miembro la calidez de sus
entrañas y con cada embestida se adentraba más en los abismos de la lujuria, a
dónde ella le guiaba mientras se deleitaba con las sensaciones que inundaban
todo su vientre.
Cada bocanada de aire y mirada
nublada alejaba de ellos la sensación de que aquella catástrofe, fuera cual
fuera, les estaba pudriendo por dentro, y el dolor, la necesidad y el
hambre desaparecían poco a poco.
Sus sexos casi se consumían de lascivia bajo la fricción, el
corazón de ella, aparentemente roto por las tragedias, estaba desbocado.
La intensidad del placer aumentaba sin retorno, y la
muchacha se sentía a punto de explotar. Las sensaciones eran tan insoportables
que su cuerpo no aguantó por más tiempo y se dejó ir entre unos fuertes
temblores que esparcieron sus fluidos y la hicieron sentir que se partía en mil
pedazos.
No mucho después, él replicaría a su amante, experimentaría
un clímax y y se volcaría en ella, colmándola de deseo, alcanzando lugares de
su cuerpo que nadie antes había tocado, recorriendo las cavidades de su
interior, llenándola de amor.
Sabían que no volverían a pasar hambre, se alimentarían
mutuamente y para siempre. Ya no necesitaban cerebros, ni pulmones, ni
estómagos mientras sus corazones siguieran latiendo al mismo ritmo. Podían
amarse eternamente, hasta que se convirtieran en polvo, mientras el mundo caía
a su alrededor, consumido por la hambruna y la podredumbre.
Sólo a veces, un instinto aún más primitivo se abría paso en
sus maltrechos nervios, normalmente
cuando llegaban al clímax. Cómo pretendiendo recordarles el sentido común otras
necesidades placenteras, a alguno de los dos se le escapaba, entre gruñidos y
dificultades:
- ¡Ce...cereee…brooogh!- >sigh<.