Existió un vez, en unas tierras
tan lejanas como el tiempo pasado, un rey loco prendado de la claridad. Bajo su
mandato, las tropas celestiales arrasaron con todo atisbo de oscuridad, de
fealdad o pobreza. Lejos de ser esto una metáfora, es la más triste
consecuencia de las despóticas órdenes de un hombre, que cegado por la luz del
amor insalubre y obcecado canalizó su obsesión hacia el exterminio de los males
y las desgracias humanas de la forma más inhumana posible. Es este pues, el
relato de un hombre derrotado, y también el de una estrella caída.
Las malas lenguas dicen, que en
la región portuaria de Dalashktán creció el malhadado monarca. No entre
palacios ni oros, ni entre piedras de atalayas o mármoles perlados. El niño
Sham creció entre el hedor del mercado y las calles llenas de orín y
podredumbre, saboreando el hambre hasta la última gota y recibiendo apenas
aliento de su madre que debía dosificarlo entre sus otros seis hermanos. Tuvo
sin embargo, una buena estrella que no sonrió a ninguno de sus otros hermanos
ni a los otros cinco que su madre parió muertos.
A penas con seis años, un
mercader pagó a sus progenitores 5 monedas por él y le ofreció la oportunidad
de vivir entre sedas, algodón y lino. Quizá el mercader sólo necesitaba mano de
obra barata urgentemente, pero no suficiente dinero como para comprar a alguno
de sus hermanos mayores.
Desde la ventana de la nueva alcoba en
donde ligeramente dormía, se filtraba la luz de los astros y los lamentos de
las cigarras. A temprana edad, el monarca aprendió con sólo observarla el ciclo
de la Luna, y también el de la vida, la muerte y la resurrección de la belleza
y la luz. Escrutaba las arrugas grises del cuerpo celeste cuando era Luna
llena, y cada día jugaba a encontrar las diferencias hasta que moría. Años
después conocería a través de un ajado libro la historia de la Luna y su
terrible condena.
Los textos, apenas leíbles y de
forma escueta narraban la leyenda de una joven hermosa, de casa noble y difícil carácter cuya osadía le costó la
eternidad. De la estirpe de las sierras nevadas, su piel porcelánica era más
hermosa que el más hermoso de los marfiles tallados. La gracia de su figura
sólo era comparable a la amabilidad de su rostro, orondo y suave, coronado por
dos grandes ojos que vestían la piel de los lobos de las montañas. Sólo su cabello parecía salvaje, una melena
de carbón rizado que flotaba en el aire.
Sin embargo, la naturaleza había
compensado su belleza con el gran defecto del orgullo egoísta, y una solitaria
infancia la convirtió en una tímida joven que ocultaba sus carencias bajo el
desdén y la arrogancia. En su afán por ser la más hermosa, la más alabada y
famosa del reino profanó vidas, cometió
delitos y se aprovechó del trabajo de otras personas para su imagen propia. Pero
fue cuando blasfemó directamente contra la diosa Taeryth, que esta, molesta por la conducta de la joven decidió
finalmente castigarla.
Y el crimen fue terrible. Luna,
cuyo mayor afán era destacar entre los demás viviría por siempre en el
firmamento, en una posición privilegiada desde la que todos los hombres de la
Tierra podrían admirarla por siempre. Sin embargo, su rostro estaría
desfigurado, y como castigo por negar y ocultar a las personas realmente
responsables de los méritos que había acumulado, sólo podrían verla durante la
noche y su luz sería tan solo el reflejo de un astro mayor, cuya presencia
borraría por completo la suya y hasta la eclipsaría.
Desde entonces, desolada y
privada de consciencia, Luna cumple su tortura en el firmamento. Su obsesión
por la belleza de su rostro y el miedo a ser vista sin ella la lleva a
acercarse al océano una y otra vez para mirarse en su reflejo. Cada vez que lo
hace choca contra la superficie y se hiere, volviendo asustada al cielo
mientras se rompe en pedazos y finalmente se oculta. Pero la voluntad de
Taeryth es firme, y se ve obligada a volver a su lugar mientras la magia de la
diosa la regenera.