martes, 11 de noviembre de 2008

Clarise, entre dos sauces

Conocí a Clarise antes que cualquier habitante o transeúnte de Providence. De hecho, la conocí antes de que llegara a Providence, y ni tan siquiera nos encontrábamos allí cuando aquello sucedió. Pero cómo conocí a Clarise es algo que ahora mismo no me apetece contar, ya sea por pereza, cansancio, o quizás por que algo en el fondo de mi mente se niega a intentar hablar sobre ese otoño nostálgico, por temor a descubrir algo que no deseo descubrir, por muy débil que fuera. De cualquier forma, algún día tendré que intentar descubrirlo. Pero no tengo interés en que sea hoy.
Hablaré en su lugar, sobre la propia Clarise o quizá sea más acertado decir que hablaré sobre cómo yo la recuerdo, sobre ese fantasma incierto que dejó sobre mi memoria. Recuerdo, que bien podría haber malinterpretado inconscientemente, pues un fantasma, como fantasma que es siempre dejar tras de sí una estela de misticismo capaz en muchas ocasiones de colarse en nuestras mentes y confundirlas hasta conseguir engañar a los sentidos, dándole una imagen falsa de la realidad. Y nada sigue mejor esta regla que el fantasma de la memoria, cuando hace acto de presencia.
De esta forma, Clarise se asentó en mi vida durante tanto tiempo que ya no imaginaba vivir sin su presencia, y a causa de esto cuando se fue creí realmente haber vivido un sueño. Durante años, Clarise ocupó siempre una gran parte de mí, que sin embargo reveló nunca existir cuando se fue. Verdaderamente, Clarise fue como un fantasma, pero un fantasma que delimita un antes y un después en tu existencia. Llega pisando fuerte, te marca por siempre, y después lo difumina todo con su estela mística al marcharse, y todo aquello que una vez creíste trascendente o incuestionablemente real en tu vida parece hoy insignificante o discutible. Por eso, y por que no tengo conocimiento de hasta donde puede llegar esa estela, hablaré de ella.
No era difícil fijarse en Clarise, con su andar enérgico y desconfiado y aún así prudente, y su brillante pelo suelto, sin ningún corte especial. La gente la veía por la calle y la seguían con la mirada hasta que la perdían de vista, inconscientemente, atraídos por algo inexplicable que sin embargo nunca se llegarían a preguntar. Siempre pensé que Clarisse, bien arreglada, y con un peinado más elegante y sofisticado debía parecerse a esas fotos que uno ve a veces de las estrellas de cine, o de modelos de ojos rasgados y labios voluminosos. Pero Clarisse no era nada de eso, ni lo sería nunca. Al contrario que todas las modelos de portada, Clarisse tenía unos labios finos, y unos enormes ojos almendrados y vivaces que contrastaban con su cabello siempre suelto. No logro recordar el color de sus ojos, realmente nunca supe de que extraño color eran ¿Azules quizá? ¿Verdes, miel? A estas alturas, y ni siquiera los recuerdo, puede que ya no lo logre averiguar nunca.
He dicho que no era difícil fijarse en ella. Y es verdad, cualquiera se hubiera vuelto con curiosidad al sentir su presencia. Era como si el aura de Clarise fuera más fuerte que el resto de las personas. Su aroma, el sonido de sus pasos, la forma en que las partículas en el aire se desplazaban a su alrededor mientras se movía...debo aceptar que es algo que tampoco he logrado adivinar, y eso me hace sentir un poco impotente y me enrabia. Odio lo que desconozco. Definitivamente, Clarise tenía algo, algo que la hacía diferente. Un misterioso halo la rodeaba y la hacía capaz de imponer su presencia de forma espontánea y natural. Quizá fuese su secreta estela fantasmagórica.
Recuerdo que solía decirme “eres un bicho raro”. Y lo decía tan a menudo, que la recurrida frase tomó la envergadura de un lema que la caracterizaba, y en ocasiones la de una “frase comodín”. La citaba siempre que yo le comentaba cosas como “Debe ser divertido ser una farola” (lo cual vista la frecuencia con la que Clarise me recordaba mi condición de rareza social, podríais haceros a la idea de las veces que yo hacía tales comentarios). Otras veces lo soltaba para romper el hielo, cuando nos quedábamos largo tiempo callados sin saber que hacer ni que decir. Es decir, cuando nos aburríamos, Clarise recurría a su lema, y era entonces cuando éste se convertía en “frase comodín”. Total, que cuando no era yo quien provocaba la aparición de la frase, ya legendaria, lo hacía el aburrimiento que nos embargaba en aquellas tardes ociosas en el parque.
La última vez que la vi, fue en una de esas tardes.
Cómo de costumbre, habíamos quedado para reunirnos en el parque por la tarde. Sobre esto hay que aclarar un par de cosas. “Habíamos quedado” era un decir, por que la verdad es que ya no “quedábamos”, si no que simplemente a una hora indeterminada (nunca mas tarde de las seis) nos acercábamos al parque y esperábamos sentados en un banco a que llegara el otro. El banco donde solíamos sentarnos estaba amparado por dos sauces, uno a cada lado. Era como un rito.
Yo estaba sentado en ese mismo banco, entre esos dos sauces esperando a Clarise mientras leía. Cuando leo algo en muchas ocasiones lo hago tan profundamente que todo desaparece. El lugar donde me encuentro, el aire, el frío o el calor, soy consciente de todos ellos pero no existen, no más allá de una leve sensación difusa, no más allá de una alucinación. Y el tiempo, el tiempo se detiene. Cuando leo un libro interesante, dejo de existir y me vuelvo inmortal. Me introduzco en la historia y vislumbro los hechos, los personajes como si viera una película, soy un espectador dentro de la pantalla.
Por eso cuando ella llegó apenas la sentí. Se sentó en el banco, contempló el ambiente y simplemente se quedó en silencio.
Ese día en concreto no hacía mucho frio. Una tímida brisa soplaba de vez en cuando, movía los finos cabellos de Clarise tal como hacía con las lacias ramas de los sauces. Y cuando la brisa silbaba, los sauces murmuraban en una lengua aterciopelada, pero resinosa, si es que existe esa expresión. De forma espontánea y sutil, Clarise dijo casi susurrando, lenta, suavemente, devolviéndome a las 17: 48 de una tarde de Verano en un parque carente de caminantes:
- ¿Por qué…lloran los sauces?