La conversación dejó un regusto
amargo que culminó con un silencio incómodo. El traqueteo de la diligencia no
hacía más que evidenciar su apatía, moviendo casi imperceptiblemente su cuerpo
como al junco que se dobla y resiste el temporal. Quería y podía resistirlo.
Su acompañante por el contrario,
parecía un roble. Inmóvil, impenetrable y austera, recostada pesadamente en su asiento. Henry la
miró de reojo y supo que acabaría tronchándose ante el envite del viento.
Aunque todo indicara que era el joven el que se rompía.
Cada uno miró a ventanas
opuestas, con expresión ausente, ignorando que tenían a una persona frente a
ellos. El muchacho contemplaba, o lo fingía, el paisaje que tan lentamente se
iba abriendo paso. Pensaba en muchas cosas, distintas, iguales, similares. Hilvanaba
argumentos, se evadía. Pensó en todas las cosas que quería decir en esos
momentos, y que nunca diría.
La mujer
resopló.
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