Su cuerpo era un templo egipcio, un templo pagano donde habitan muchos dioses
se venera a otros muchos.
Para entrar hay que sortear
laberintos de hiedra y espuma, de tierras y océanos, de realidades muertas y vivos
sueños. Quimeras y esfinges lo recorren desde el inicio hasta el fin de los
tiempos, custodiando los espíritus errantes del limbo y la vigilia, de quienes
perecieron en el intento.
Desde cualquier punto del
laberinto puede verse el final del mismo, dos grandes pilonos esculpidos en
amatista, cuarzo rosa, malaquita y ojo de tigre completamente grabadas con
símbolos y oraciones de una lengua extraña hace mucho olvidada. Su visión
constante brinda esperanza y es la desesperación absoluta de quienes nunca
encuentran el camino pero ven el final.
Tras ellos se extiende una
interminable galería donde se exponen las más preciadas maravillas nunca
conocidas, tesoros que al cambiar de apariencia según quien los mire son
capaces de tentar al más honorable de los hombres. Quienes se atreven a posar
los ojos sobre ellos caen presa de la locura y del miedo, y un instinto
irrefrenable los lleva a tocar y a sentir las maravillas expuestas en sus
carnes. La galería concede los deseos de
quienes caen en la tentación, convirtiendo en polvo lo que sea que los hombres tocaran. Si esto sucediera, la galería cuenta con hileras de infinitos soldados caballeros a
ambos lados del camino, que cabizbajos y huecos no dudarán en alzar velozmente sus
alabardas y atravesar al desgraciado en mil estocadas. Pero los pecadores no
sufrirán, pues antes de comprender la destrucción de su tesoro habrán muerto
presa de su codicia irrefrenable.
Quienes resistan las perversas
trampas de la galería serán caminantes del más espeso y oscuro bosque que jamás
hayan conocido. Los árboles están
dispuestos a la misma distancia unos de otros, y son tan altos que sólo las más
agudas vistas lograrían intuir sus copas. El bosque está vivo, escruta el alma
de los caminantes, los observa, los despedaza con el silencio y a veces con los
susurros que los árboles intercambian entre ellos. No se sale del bosque a
menos que el bosque lo desee, ni caminar, correr o pedir ayuda sirve, pues el
veredicto del bosque es la ley. Los
árboles son sádicos, jugaran con los sentimientos de los viandantes y no se
darán por satisfechos hasta que giman de desesperación, de frustración o miedo,
hasta que lloren de impotencia o se vuelvan locos. Les mostraran sus mayores
miedos, los harán enfurecer y los enviarán a los más profundos pozos de su
consciencia, al abismo de la nada, de la inexpresión de la vida o de las
hondonadas de la pesadilla. Sólo cuando los caminantes encuentren la
desesperación absoluta y se liberen de ella los dejarán ir.
La recompensa es una diminuta
habitación tras una puerta de madera vieja, donde apenas cabrían cinco hombres.
La buena iluminación de origen desconocido permite ver las paredes de zócalos,
yesería y cerámica de alguna era pasada ya entonces en decadencia. En la
habitación sólo hay una vela blanca sobre un candelabro consumida por largo
tiempo y nunca apagada, pero cuya llama desprende insuficiente luz para iluminar
la habitación por sí sola. A sus pies un manto de cera se extiende como una
nevada agria, y todo huele extrañamente a jazmín y almendras.
Con la primera exhalación del único hombre capaz de
adentrarse en la habitación, la vela se apaga en una sensual danza, y la
habitación queda a oscuras. En la oscuridad, el hombre siente el tacto su de
cuerpo, y ella le otorga lo que más ansía el hombre, le vuelve inmortal. La
felicidad le inunda, sonríe, y desaparece. Su esencia deja de sentirse en el
aire del mundo, su consciencia se ahoga en el sueño y nunca más volverá a
existir, porque ahora existe en todos los mundos, en todas las dimensiones y en
los ríos de la conciencia colectiva de todos los seres que alguna vez
existieron. Ahora son eternos, ahora son indivisibles.
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