lunes, 8 de julio de 2013

Sancta santorum

Su cuerpo era un templo egipcio,  un templo pagano donde habitan muchos dioses se venera a otros muchos.
Para entrar hay que sortear laberintos de hiedra y espuma, de tierras y océanos, de realidades muertas y vivos sueños. Quimeras y esfinges lo recorren desde el inicio hasta el fin de los tiempos, custodiando los espíritus errantes del limbo y la vigilia, de quienes perecieron en el intento.
Desde cualquier punto del laberinto puede verse el final del mismo, dos grandes pilonos esculpidos en amatista, cuarzo rosa, malaquita y ojo de tigre completamente grabadas con símbolos y oraciones de una lengua extraña hace mucho olvidada. Su visión constante brinda esperanza y es la desesperación absoluta de quienes nunca encuentran el camino pero ven el final.
Tras ellos se extiende una interminable galería donde se exponen las más preciadas maravillas nunca conocidas, tesoros que al cambiar de apariencia según quien los mire son capaces de tentar al más honorable de los hombres. Quienes se atreven a posar los ojos sobre ellos caen presa de la locura y del miedo, y un instinto irrefrenable los lleva a tocar y a sentir las maravillas expuestas en sus carnes.  La galería concede los deseos de quienes caen en la tentación, convirtiendo en polvo  lo que sea que los hombres tocaran.  Si esto sucediera, la galería cuenta con  hileras de infinitos soldados caballeros a ambos lados del camino, que cabizbajos y huecos no dudarán en alzar velozmente sus alabardas y atravesar al desgraciado en mil estocadas. Pero los pecadores no sufrirán, pues antes de comprender la destrucción de su tesoro habrán muerto presa de su codicia irrefrenable.
Quienes resistan las perversas trampas de la galería serán caminantes del más espeso y oscuro bosque que jamás hayan conocido.  Los árboles están dispuestos a la misma distancia unos de otros, y son tan altos que sólo las más agudas vistas lograrían intuir sus copas. El bosque está vivo, escruta el alma de los caminantes, los observa, los despedaza con el silencio y a veces con los susurros que los árboles intercambian entre ellos. No se sale del bosque a menos que el bosque lo desee, ni caminar, correr o pedir ayuda sirve, pues el veredicto del bosque es la ley.  Los árboles son sádicos, jugaran con los sentimientos de los viandantes y no se darán por satisfechos hasta que giman de desesperación, de frustración o miedo, hasta que lloren de impotencia o se vuelvan locos. Les mostraran sus mayores miedos, los harán enfurecer y los enviarán a los más profundos pozos de su consciencia, al abismo de la nada, de la inexpresión de la vida o de las hondonadas de la pesadilla. Sólo cuando los caminantes encuentren la desesperación absoluta y se liberen de ella los dejarán ir.
La recompensa es una diminuta habitación tras una puerta de madera vieja, donde apenas cabrían cinco hombres. La buena iluminación de origen desconocido permite ver las paredes de zócalos, yesería y cerámica de alguna era pasada ya entonces en decadencia. En la habitación sólo hay una vela blanca sobre un candelabro consumida por largo tiempo y nunca apagada, pero cuya llama desprende insuficiente luz para iluminar la habitación por sí sola. A sus pies un manto de cera se extiende como una nevada agria, y todo huele extrañamente a jazmín y almendras.
Con la primera exhalación del único hombre capaz de adentrarse en la habitación, la vela se apaga en una sensual danza, y la habitación queda a oscuras. En la oscuridad, el hombre siente el tacto su de cuerpo, y ella le otorga lo que más ansía el hombre, le vuelve inmortal. La felicidad le inunda, sonríe, y desaparece. Su esencia deja de sentirse en el aire del mundo, su consciencia se ahoga en el sueño y nunca más volverá a existir, porque ahora existe en todos los mundos, en todas las dimensiones y en los ríos de la conciencia colectiva de todos los seres que alguna vez existieron. Ahora son eternos, ahora son indivisibles.

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